El viaje de vuelta al Distrito 7 fue largo y tedioso. No podía dormir, así que me dediqué a pasear por los vagones del tren mientras todo estaba en silencio. En el viaje de ida, Wood había estado a mi lado. Pero ya no. Ahora estaba sola. Aún por el día, rodeada de gente, me sentía sola. ¿Era eso posible? Que todos te halagasen y estuviesen detrás de ti todo el día ¿Y a la vez sentirse sola? Parecía ser que sí. Me senté en uno de los sillones de la cafetería. Era muy cómodo. Cerré los ojos e intenté pensar para no quedarme dormirda. Si dormía, las pesadillas aparecían. Pensé en mis padres, en Paul. Les vería dentro de tan poco. ¡Cuanto les echaba de menos! Y como dolía pensar en ellos... Debieron de haber sufrido mucho.
Los pensamientos se me fueron apagando poco a poco, así que meneé la cabeza un par de veces para despejarme.
-Mantente despierta Johanna...
Sabía que estar despierta para siempre era imposible, pero me permitía echar pequeñas cabezadas durante el día, ya que Minerva estaría sobre mi como un halcón sobre su presa, nada más que me viera.
-¿Es tan dificíl estar despierta durante 24 horas?
Seguía hablando en voz alta, ya que eso quizá me hiciese despertar más.
-Tengo tantas ganas de llegar a casa. Si, es lo que más deseo. Seguramente seamos ricos y no tendremos que volver a trabajar nunca más.
Entonces pensé en Snow. Maldito Presidente Snow. ¿Que me había dicho? ¿Conoces el trabajo de Finnick Odair? Le hubiese escupido en la cara, pero claro, no me apetecía quedarme sin lengua por... ¿accidente?
Apoyé la cabeza en mis brazos. ¿Cuánto quedaba para el amanecer? ¿Cuatro horas? Podía aguantar... Por desgracia tenía totalmente prohibida la entrada en el vagón bar. Mis quejas y algún que otro comentario grosero dirigidos a Minerva y a los agentes de la paz no habían servido de nada.
-Eres una niña que acaba de salir de los Juegos, Johanna. No es correcto que bebas ni comas nada entre horas, puede hacerte mal.- Me había advertido Minerva on su habitual y elegante acento del Capitolio.
Conté las veces que cerraba los ojos, las veces que respiraba, intenté escuchar el latido de mi corazón, y finalmente me dormí.
Era la primera entrevista con Caesar. El público me admiraba y me tiraba flores. Rosas blancas con espinas. Mi vestido se desgarraba con cada rosa que tiraban, y mis brazos llenos de arañazos estaban cubiertos de sangre. Caesar seguía aplaudiendo con su amplia sonrisa. Y luego todo se volvió oscuro, pero seguía sintiendo las rosas caer sobre mi. Me cubrí el rostro con los brazos y me senté en el suelo agarrando mis rodillas, intentando hacerme lo más pequeña posible. Luego se encendio una antorcha. Y luego otra. Así hasta que se encendieron diez antorchas, un circulo entero, y yo estaba en el centro. Rubi llevaba el vestido de la entrevista, pero ya no era de color lila, era negro. Negro con la tela rota. Tenía una gran brecha en la cabeza de la que goteaba sangre y se le hacía un hilillo hasta la clavícula. Un pie estaba envuelto en un precioso zapato negro de tacón, el otro pie era de metal y no llevaba zapato. Por eso cojeaba.
Yo estaba atada de pies y manos con una mordaza en la boca. ¿Me había atado ella?
-Despídete de tu vida.
Y se avalanzó sobre mi, con mi hacha.
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